Juegos

Ocho y media de la mañana. Martes. Cuando sale del portal la calle está vacía. Se queda clavado en la acera. No hay gente, no hay coches. Camina hacia la calzada y en medio de la carretera da una vuelta completa sobre sí mismo. Nadie. Nada. Silencio.

Se dirige a la parada del autobús. Espera mirando a un lado y a otro. Tras unos minutos de soledad que se le hacen muy largos decide ir andando al trabajo. La acera de la larga y recta calle es un horizonte infinito. Camina con un andar monótono, cada vez más deprisa, con la extraña sensación de no ir a parte alguna y sentirse acechado por ojos invisibles. Es como avanzar en el océano asfaltado. Todas las paradas del autobús están vacías. Se detiene ante un semáforo hasta que el paso esté franco. Decide obviar al muñeco rojo y cruza la calzada de tres carriles contando los pasos, con lentitud, esperando un claxon impaciente que no llega. Cuando alcanza el otro lado da media vuelta y vuelve a cruzar regodeándose. Lo hace a saltitos, como un niño feliz y travieso. Regresa como un adulto inquisitivo. Dónde están, por qué. Saca el móvil del bolsillo de la chaqueta en busca de información. Todavía está en pantalla el juego en línea al que está enganchado y con el que consumió las últimas horas de la noche. Un gran camión rojo articulado arde en el tablero de la ciudad ficticia hasta consumirse, vestigio de la última batalla a golpe de tecla. Consulta las noticias.  Nada de particular. Un día más en portada con sus desgracias, sus movimientos bursátiles y sus míseras batallas políticas. Todo es juego.

En el siguiente cruce dobla a la derecha y entra en la principal vía comercial. Está vacía. La calle más transitada de la ciudad a sus pies, literalmente. Clavado en la calle repara por primera vez en el gorjeo de los pájaros que se oyen claros como si estuviera en mitad del bosque. Tiembla. Echa a andar, cada vez más deprisa. Mira alrededor constantemente, a las ventanas, a los comercios, vigila las calles perpendiculares en cada cruce. Avista su pastelería preferida. Un escaparate de colores y sabores  ante el que para desde niño pegando la nariz al cristal. Su reflejo lo mira. Pelirrojo, pelo ingobernable, camiseta con mensaje, estudiado desaliño indumentario. Salta de una bandeja a otra disolviéndose en los sentidos. La sombra de un gran rostro humano se proyecta sobre su reflejo en el cristal del escaparate. Una respiración agitada se escucha como ráfagas de viento. Vuelve la cabeza sin reparar en nadie. Prosigue su camino hacia el objetivo de la oficina. Piensa con sonrisa amarga que ayer no hubiera imaginado que ese lugar hostil pudiera ser un refugio.

Un ruido fuerte, constante y lejano aparece y le tranquiliza en principio, al fin vida, pero un momento después le inquieta. Yergue las orejas como un conejo antes de echar a correr. El ruido desaparece poco a poco. Una manzana más adelante el sonido regresa y va creciendo con rapidez desde la nada hasta el estrépito. Un helicóptero se acerca entre los edificios. El ruido llena su cabeza. Un vendaval encabrita su pelo. En su actitud de conejo es lo suficientemente rápido para tirarse al suelo antes de que las balas tumben los cristales de los escaparates. La hélice produce una turbulencia que barre la calle. Las hojas de un periódico se enredan entre las aspas y cubren la cámara que lo apunta. Ciego, decide retirarse renqueando por el aire.

Se levanta, sacude su ropa con las manos, se peina con los dedos, recupera su situación mental y geográfica. Medio agachado retoma el camino a la carrera de modo intuitivo, dividiendo el camino en pequeños tramos utilizando los portales como parapeto. Cuando se aventura a la acera a descubierto unos disparos hacen saltar trozos de ladrillo de la pared. Recuerda esas imágenes de la televisión antes lejanas en Beirut, en Sarajevo, en Bengasi, en Alepo. Vigila las azoteas cercanas sin ver a nadie. Alcanza el cruce con la avenida más ancha de la ciudad. Cinco carriles para los vehículos y aceras de seis metros. Al fondo, un gran camión rojo articulado arde solitario.  El silencio ha regresado como un tirano. Ya no hay gorjeos ni silba el viento. La calma ensancha la distancia hasta la esquina opuesta. Parapetado tras una valla publicitaria duda acerca del momento de iniciar la carrera. Se decide. El conejo echa a correr tratando de alcanzar la acera contraria. Cuando se encuentra a medio camino observa que una furgoneta con los cristales tintados se acerca por su derecha a gran velocidad y va corrigiendo su trayectoria con la inequívoca intención de aplastarlo. Alcanza la acera y salta hacia delante dejándose rodar los últimos metros para salvaguardarse tras la esquina. La furgoneta sube a la acera para alcanzarlo y arrasa con un quiosco de la ONCE, obstáculo suficiente para entorpecerlo y que no logre alcanzarlo. Continúa a gran velocidad y se pierde hacia el final de la avenida. Solo le quedan dos portales para llegar a la oficina. Una ventana se abre enfrente. Ve el cañón del fusil que se asoma y comienza a ametrallarlo. Casi a  ciegas inicia la carrera con el conocimiento diario de que una cabina de teléfono y el quiosco de prensa, le servirán de protección intermedia. El tableteo del arma tiene su réplica inmediata muy cerca de él en el suelo y en las paredes. Corre conejo. Toma una mesa de una terraza y los últimos metros los agota con ella como escudo. La utiliza como ariete para entrar rompiendo la puerta de cristal.

No hay nadie en la oficina. Apoya la espalda en la pared y se deja caer lentamente hasta sentarse sobre el suelo mientras suspira profundamente. Saca el teléfono del bolsillo con la intención de pedir socorro. La pantalla se ha fracturado. Atravesado el cristal por la raja  en forma de rayo está el juego que le embelesa de forma adictiva. Un avatar pelirrojo, con pelo ingobernable, camiseta con mensaje y estudiado desaliño indumentario yace sentado en el suelo, a salvo. Game over.

 

 

Es hora de dormir. Un botón lo desconecta y lo pone en modo de espera. Mañana la alarma del móvil lo encenderá. Hay que trabajar.

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