La vida es una línea continua

El coche sigue la línea que divide la calzada de la carretera que nos lleva sin desviarnos desde el chalet al centro comercial. Es un día soleado que invita al paseo pero en sábado siempre vamos a comprar. Tras hacerlo almorzamos en uno de los restaurantes que hay dentro del complejo. En realidad daría igual que fuéramos a cualquier otro centro comercial de los alrededores. Las tiendas, las marcas y el menú serían idénticos. Pero siempre venimos al mismo dirigidos por el manso sentido de la costumbre.

– Nos hemos olvidado la comida para el hurón de Javi.

Mi mujer tiene agudizado ese sentido femenino para la intendencia. Yo que fui cabo furriel ahora me limito a empujar el carro de pasillo en pasillo hasta recorrer el híper sin dejar un estante sin visitar.

– Es que Javi lo que debiera tener es novia y videoconsola, como todo joven

que se precie de serlo. Que se preocupe él de la comida del bicho que para eso tiene sueldo.

Me golpea la mano que tengo sobre el brazo de la silla con el ceño fruncido y una sonrisa disimulada de enfado. Hace años este gesto iba acompañado de un no tienes remedio seguido de un piquito en los labios. El tiempo tiende a resumir.

–         Tú sí que eres un hurón.

–          ¿Me vas a meter en una jaula?

– No; le cogerías gusto con tal de no hacer la cama y que te dieran de comer

en el mismo sitio en el que duermes.

Me conoce demasiado bien. Siempre acabo cogido en el cepo de sus razones.

¿Vamos después al cine? Hay una de Richard Gere que me apetece.

A la que tú quieras Laura.- Y se lo digo sin doblez. Me gusta más

complacerla que el cine.

Como yo no voy a tomar postre me voy a sacar las entradas antes de que se agoten. Hoy hay mucha gente. Nos vemos junto a la taquilla cuando acabes.

Se pierde engullida por la masa de compradores esquivando con agilidad carritos de la compra. Pido el postre más dulce que encuentro en la carta aprovechando que no hay quien me recuerde lo de ten cuidado con el azúcar. y lo disfruto como quien hace una travesura.

– Hola.¿Tú eres tú?

Me quedo con la cuchara congelada entre los labios, pensando si esta mujer que apoya sus manos sobre la silla que ocupaba mi esposa me quiere gastar una broma o está haciendo una pregunta de hondo calado existencial.

¿Me quieres o no me quieres?

Y me lo preguntó en pleno coito desenfrenado, clavándome las uñas en las nalgas y cuando bastante tenía con no atragantarme con el aluvión desorganizado de besos. Tenía esa manía de las preguntas radicales en el momento más inesperado. Su mundo era dual y enfrentado y siempre había que tomar partido por un lado u otro.

– Te quiero Berta.

Y se lo dije en un cóctel de palabras y jadeos. Con la sinceridad eterna e irresponsable de los veinte años.

Siguió preguntándome durante un año cada vez que sentía el orgasmo inminente. Y siempre le contestaba lo mismo sin tener la impresión de repetirme. Hasta que una tarde nublada me inquirió en la calma de las sábanas desordenadas:

– ¿Lo dices de verdad o porque sí?

Fue el rayo que inicio la tormenta y sin saber cómo llovieron por ambos lados reproches torrenciales, teatrales ofensas, resquemores enterrados, hasta que llegamos a un y tú más insistente y sin sentido. Todo terminó cuando escuchamos la puerta que anunciaba el regreso por sorpresa de sus padres a casa y, mientras yo recolectaba a la carrera la ropa dispersa por la habitación, dábamos los últimos tronantes golpes de martillo con palabras desabridas a la tapa que cerró nuestro amor para siempre.

La invito a que se siente. Me cuenta lo feliz que es, que su único hijo acabará este año la universidad, que su marido está pensando en rescatar el plan de jubilación para empezar una vida más tranquila y dedicarse a viajar y jugar el golf hasta que se convierta en una obligación, o alguna dolencia, un nieto o la falta de ganas les hagan vivir como los ancianos que serán. Y me pregunta por mi vida. Y le digo que estoy bien, que mi único hijo trabaja de consultor en una multinacional, que yo no es que espere retirarme sino que han decidido que lo haga, sin preguntarme, ochos meses atrás; que no, que yo soy torpe para el golf y perezoso para viajar, y que prefiero el apartamento de la playa.

¿Estás sólo o acompañado?

Mi mujer me está esperando en la puerta del cine.

Qué coincidencia. Le he pedido a mi marido que saque entradas para la última de Richard Gere.
Pago y nos dirigimos en animada charla hasta la entrada del cine. Y allí está mi esposa. y dos metros a su derecha un hombre que mueve la cabeza a un lado y a otro incómodo por la espera y porque se note que está esperando. Mi mujer y el hombre miran hacia nosotros levantando la mano simultáneamente para que nos apercibamos de dónde están entre el gentío ruidoso de familias al completo y grupos animados de adolescentes. Ambos se observan extrañados. Nosotros dos nos miramos divertidos. Entramos los cuatro en la sala de proyección celebrando la casualidad. Cuando acaba la película tomamos juntos un café. Me siento junto a Berta en un lado de la mesa y nuestras parejas al otro. La charla es amena. Mi antigua novia y yo nos encontramos cómodos y hasta contentos de reencontrarnos. Laura y el marido de Berta se entienden bien. Tras un buen rato de charla él insiste en pagar amablemente. Nos levantamos y tomamos la salida hacia el aparcamiento.
Ya nos veremos otra vez- dice Berta. Sé que nadie tiene intención de volver a verse.

Adiós Laura. Digo Berta- corrijo mientras la beso con un rescoldo de antiguo cariño.
Vamos hasta el vehículo. El cielo se ha encapotado.
– Conduce tú Berta, digo Laura. – Enmiendo el error mientras le entrego las llaves del coche.

Volvemos a casa satisfechos. Ella tararea las canciones de la radio fórmula. La acompaño con golpes en el muslo con una conjunción entrenada durante años de viaje a la casa de la costa. Le pongo interiormente a la música que escuchamos mi propia letra, sin mover los labios: BertaLaura, LauraBerta, BertaLaura, LauraBerta. Y encuentro gracioso lo bien que encaja con el ritmo de la música. Avanzamos despacio detrás de un vehículo con dos niños que, de rodillas en el asiento, nos miran a través del cristal. Uno nos saluda con la mano, el otro nos saca la lengua. La línea continua en la calzada nos impide adelantar, como si avanzáramos sobre raíles, y nos guía sin pérdida hacia nuestra casa, a nuestra vida, hacia la muerte.

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