Quiero ser mala

Deambulando aquella noche de verano topó con una maleta tumbada en la calzada. Le llamó la atención por su inusual abandono en la calle, por su color rosa y porque era muy nueva para ser un deshecho. El hada recorría las callejuelas poco iluminadas del centro de la ciudad como un pajarillo brillante. Normalmente la confundían con una luciérnaga lo que la ponía a tiro de los insomnes y malhumorados aplastadores de insectos. De balcón en balcón su diaria y nocturna tarea en busca de personas a las que ayudar se convertía en una lucha de espadachines con revistas y zapatillas y su varita mágica como armas. Vida errante y desagradecida la del bienhechor.

Movió inquieta la naricilla, lo que le ocurría cuando le picaba la curiosidad. Con un movimiento de la varita abrió la maleta. Cortos vestidos de verano, tops, tangas, maquillaje, perfume, un espejito que no era mágico pero que le reveló su peinado decimonónico, y su vestido parecido a un camisón victoriano. Miró la varita fijamente como cuando miraba la bola de cristal, y decidió convertir lo infinito e inmortal en concreto y mortal. Rodeó su cuerpecito con un toque mágico; el último. En un segundo se encontró sentada dentro de la maleta con las piernas desbordándola, embutida en una minifalda, mirando en el espejo su cara maquillada de sábado noche, su melena pelirroja como una ola, su escote ostentoso. Haciendo equilibrios sobre tacones y meneando las caderas,  rasgo la oscuridad de la calle, seductoramente mortal.

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En busca del niño perdido

Buscando el niño que hay dentro de mí,  a mis treinta años, he vuelto a la  infancia. Mirando las viejas fotografías arrumbadas en una caja de zapatos descubrí el brillo de la felicidad bajo la pátina amarillenta del tiempo. Delante del espejo del baño sujeté con la mano una foto de la comunión junto a mi rostro. Comparé ambos semblantes y me descubrí más afín en el papel fotográfico. Me desnudé para sentirme más libre y sensible. Vi en el espejo el pecho velludo, la eminente barriga, el pene circuncidado. Cerré los ojos e hice un esfuerzo para buscar mi infancia dentro de mí, cuando no había cicatrices sentimentales ni hipotecas infinitas. Bajé por la traquea, encontré los pulmones sin manchas de nicotina. En el estómago había restos de caramelos y gusanitos. Ni rastro de alcohol en el hígado. Me sentía más limpio, más yo.

Desde dentro de aquél comencé a sacar la cabeza como la mariposa del capullo. Me di la vuelta como un calcetín y descubrí en el espejo un pecho lampiño, una tripa plana y un micropene con el prepucio intacto. Ahora, cuando me comparo con las fotos frente al espejo, el tiempo me amarillea a mí y no a la foto. Echo de menos al adulto que está por venir.

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Lucha diaria

Se abren las puertas del tren. Un puñetazo en la mandíbula lo recibe. Todo el vagón se pelea a los dos minutos. Vuelan móviles, bolsos, libros y personas. Otras reptan entre patadas. Cuando llegan a la Estación Central se sacuden el polvo de la ropa, se ajustan el nudo de la corbata, sacan las polveras de los bolsos y se retocan el maquillaje frente al espejito. Bajan del tren y se dispersan con rapidez, sincronía y en perfecto orden cívico.

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Ojos perdidos

Avanzaba a trancos con el maletín en una mano mientras con la otra apretaba el cuello del abrigo alrededor de la garganta cuando la vi tras la vidriera y giré el cuello hacia atrás de golpe enlazado por ella como un vaquero a un ternero. Los pies siguieron el sendero de la inercia pero la imagen cristalizo en memoria de inmediato, quedándose colgada unos metros, unos segundos, atrás. Mi persona dividida entre pies y ojos desandó para hacerse de nuevo una en tiempo y lugar. La miré de frente situándome a escasa distancia del escaparate. Sentada frente a un velador; el sombrero de ala ancha inclinada hacia abajo le encubría los ojos. La falda corta le descubría las piernas delgadas y marmóreas. El cristal se empañaba y velaba su imagen como un sueño. Me acerqué más. Descubrí con mi mano un antifaz en la superficie para verla con nitidez. El tráfico incesante y la gente fugaz emanando vaho como chimeneas se inmiscuían en forma de reflejo conjugando la imaginación. Un taxi nos paseó por la ciudad con las manos enlazadas. La ambulancia nos trasladó a urgencias siendo enfermo y enfermera, y viceversa. La moto nos llevó de viaje por carreteras de montaña al atardecer de un verano intenso. Regañó al que me golpeó en el hombro con su prisa desconsiderada. Le dio una moneda y una sonrisa al mendigo tumbado en la acera. La quise al instante como no había querido y llevaba mucho tiempo queriendo querer. Ella no se movía. Se sabía observada. Se exhibía con hermosura impúdica con su rostro demediado por el ala del sombrero. Labios de señuelo subrayados en rojo. Sus ojos invisibles eran mis ojos.

Pasó el tiempo. ¿Mucho, poco? Mi tiempo llevaba tiempo esperando y ya no necesitaba moverse. El maletín depositado en el suelo junto a mis pies. El cielo encapotado borró mi sombra que se hizo rastro sobre el cristal que marcaban mi mano como un lavaparabrisas intermitente que desempañaba su imagen, mi nariz como un carámbano pegado al cristal y la huella de mi sexo abrupto bajo el abrigo. De repente cuatro manos aparecieron  y la agarraron por la cintura, por el pecho tomándola con firmeza como una pieza más de mobiliario, violándome con sus dedazos negruzcos, y se la llevaron como a un saco rígido. Con el impulso algo saltó bajo su sombrero y cayó al suelo. Un ojo de plástico quedó mirándome sobre la moqueta. Ella también me sabe. Besé el cristal añadiendo la huella definitiva a mi retrato sobre esta pizarra transparente y escribí con el dedo: volveré mañana.

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Venganza prehistórica

Le llame a gritos. Golpeé la puerta. Lloré. Di patadas rabiosas al suelo. Así estuve hasta que llegó la noche y desfallecí. Fui a buscar un sandwich a la máquina expendedora del vestíbulo. Con las fuerzas recuperadas volví a la carga. Incluso di cabezazos contra la puerta mientras berreaba Pedroooooo, ábreme. Agotada caí dormida frente a la puerta. Cuando desperté de madrugada él había deslizado una nota bajo la puerta: «Vilma, jódete. Al fin.»

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Venus en el sofá. Adonis en la bañera

Joder, dice su habitualmente cándida boca cada vez que nota un pinchazo. Cada feliz año que saltaba en la pantalla del móvil le toca las narices y la espalda al mismo tiempo. Y pasan los días y siguen llegando felicitaciones para fastidiar. La lumbalgia la tiene varada en casa desde el día uno. Ha construido una muralla contra el dolor y el tedio con el sofá, la manta eléctrica y la biblioteca como mortero. Fuera de las almenas queda la fiesta y dentro el conformismo melancólico y el dolor de guardia. El adarve es el corto recorrido entre el asiento y los anaqueles. Alrededor del sofá, que ocupa horizontal como una venus en pijama, se esparcen por suelo y mesa, entre otros,  la Odisea, La caída de la casa Usher, la Metaformosis mitológica, los cuentos de Cortázar, de Novalis, de Blackwood, Noche de Reyes de Shakespeare, Canción de Navidad, las obras completas en un volumen de Gutiérrez, clásicos en ruso en su idioma original para no olvidar sus orígenes, en coyunda inesperada con números atrasadísimos del Hola, la lista de buenos propósitos para el año nuevo y la carta ensobrada a los Reyes Magos. Para descansar la vista aletea de vez en cuando en busca del báculo a distancia que domina con teclas el televisor. Ya comienza la cabalgata. Mira hacia la ventana y ve la luz de las farolas que reemplazan a la ya escasa luz del día mientras cae de nuevo la niebla. Quita el sonido de la televisión y se disuelve de nuevo en el libro acariciando con los dedos la manta, arropada por tibia lana de historias de sirenas, de nobles entre equívocos amorosos, de casas amenazantes, de dioses muy humanos, de celebraciones, de amenazas inciertas, de inminentes peligros. En la calle también esperan el paso de la cabalgata real y se oyen los chillidos de los niños con tildes de cohetes y petardos. También el golpe de una puerta. En la tele no se ven puertas. Expectante. En la calle no ha sido y no hay petardos dentro de casa. Tras unos segundos suspendidos los oídos atrapan el húmedo crepitar del goteo de agua. Quizá llueva fuera. Pero en la tele no parece que lo haga. Los locutores felices y aniñados están secos. No parece que a nadie le inquiete el agua. Se incorpora sobre el codo con sus orejas enhiestas. Un pinchazo lumbar le quita las ganas de incorporarse y se derrumba sobre los cojines. El sonido del correr del agua paralelo al subir de la manta que arrastra con sus manos hasta la nariz sujetando el borde con los dedos crispados. Devuelve el volumen a la tele para no escuchar escuchando. Cambia de canal y cantan bajo la lluvia, sí, y cambia y Julia Roberts en la bañera cubierta de espuma, sí. Quita el sonido. Y el agua ha dejado de sonar. Cambia de canal en silencio. Tiburón en la playa. Chillidos de alegría en la calle y caras de terror en la pantalla. Cambia de canal y cabalgata. Ya llegan las carrozas de los reyes de Oriente. Primer plano de Baltasar que la mira sonriente, estrella por un día. Noche de reyes. And singing in the rain oye tararear ¿en una cabalgata? Y desafina. Tiene ya las orejas largas como una liebre. Apoyándose en un bastón se levanta del sofá. Le lleva un minuto muy largo. Voces de pito infantiles entusiasmadas responden a los tópicos de los locutores pero and singing in the rain con voz masculina, joven. Abre la puerta del salón y asoma la cabeza. Enciende la luz del pasillo desierto. Un rastro de agua en el suelo. Una avería quizá y lo sigue hasta la entrada del baño. La luz se ve bajo la rendija de la puerta. Abre despacio. Y ahora el tarareo con los labios cerrados en la bañera, dentro de la bañera, que desborda agua en olas. Le está dando la espalda. Moreno, hombros anchos, pelo revuelto, leyendo un libro electrónico. Y vuelve la cabeza sonriente y tímido subiendo sus gafas con un dedo sobre el puente. Soy Lucas. Yo Irina responde en voz baja y a trompicones sin saber que lo dice. Desde fuera de la ventana del baño Baltasar y su camello observan la escena los ojos muy abiertos, reparando en la aleta de tiburón girando amenazante sobre las aguas tumultuosas de la bañera mientras Lucas encoge su cola de sirena por si acaso.

Baltasar mira interrogante a su camello que le devuelve la mirada y le dice entre desafiante y excusándose al rey negro: ¿qué? El año pasado ya le trajimos libros.

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Canción pop de Navidad

Llegas ronroneando en deportivo blanco como una princesa de cuento que cambió el equino tradicional por los caballos CV. El feliz Navidad eléctrico, colgante y multicolor que adorna la calle de lado a lado se refleja en el parabrisas. Al abrirse la puerta del coche asoman desde el interior las largas piernas minifalderas de anuncio de colonia. El aparcacoches con gorra de plato te tiende la mano para recoger las llaves que caen engarzadas en un llavero de chapa con el escudo del Atleti. El aparca mira alternativamente al llavero y al coche tratando de encontrar el eslabón perdido. Pisas la acera que lleva hasta la entrada marcando tacón ta cón ta cón con eco que pone ritmo a la calle silenciosa. Cada golpe de zapato impulsa las caderas huesudas de un lado a otro. El imponente portero negro vestido todo de negro, contrasta con la fachada blanca y tu minifalda y blusa blancas. Te abre la puerta y cuelga la mirada en tu trasero que se va difuminando en la escasa luz interior. Lleva la discoteca dentro, dice cruzando una sonrisa de masculina comprensión con el aparcacoches.

Te adentras en la cueva de música salpicada de luces que giran. Dejas el lastre en el guardarropa y te diriges a la barra. Una cerveza. ¿Mahou o Heineken? Miras inquisitiva a la camarera. ¿Cuál es más barata? Y te la sirve sin contestar. Revisión del móvil, muy moderno hace cuatro años. Chistes y más chistes. Felicitaciones y más felicitaciones cruzadas en los grupos de la mensajería. Personal solo la de papá. El estómago se te voltea al ver el nombre de un mensaje con el nombre de Marley, el socio y amante británico ganancia de tu año de aupair. Un viejo mensaje de la última Navidad. Su último rastro. Recuerdas aquel otro que anunciaba su muerte estrellado en su Porsche la noche de Halloween en una carrera de ricos con deportivo en una carretera secundaria. Murió disfrazado de muerte. Lo último que le dijiste cuando asomó por la puerta entreabierta su careta de calavera fue: te sienta muy bien; ya puedes morirte. Y se murió. Y su secretaria, siempre con las orejas tiesas como la zorra que es, se lo dijo a la policía, que ya podía morirse, y que si fallaron los frenos y a declarar en comisaria, y que por qué iban a disolver la sociedad y que yo qué sé de frenos si no sé ni poner el GPS. Y se murió y ahora eres el doble de rica y hay una secretaria menos.

Qué te cuentas guapa, te dice el rastas. ¿Pero te has visto y me has visto? Le dices mientras trasladas tu mirada de sus pantalones semicaídos a sus ojos verdes y barba, trasunto desteñido de Marley, el otro, el cantante, pasando por su camiseta del Ché, que traslada tu impresión del asquito a la hipnosis verde de pupilas clavadas en tus pupilas, ya se yo lo que quieres clavar guapetón. Y sigues el rollo porque sabes que te ha calado debajo de la blusa de raso de outleet pijo y la ropa interior de rebajas, que te ha calado el pasado de rastas y camisetas por encima del ombligo y pantalones por debajo de la cintura. Intuición masculina dice él con esa sonrisa de profidén posmoderno susurrándote muy cerca porque la música chunchún no deja escuchar si no habláis bocaoreja y ¿bailas? Y bailas. No woman no cry chunchún. Y bailas como si entonces, como si hubieras bailado al ritmo serpentino y de canuto reggae. El ritmo viene del pasado, en la playa, con la cerveza en la mano, sí vale otra cerveza, y muy cerca y muy verde hasta su aliento, sonaba la música junto al fuego allá sonaba junto a las olas; sonaba cuando llegabas al piso destartalado lleno de colegas, comuna económica para llegar a fin de mes, comuna de amor para llegar al fin del día entre estudios no deseados y trabajo basura no deseado everything’s gonna be all right sonaba sonando bonito con ritmo lento y ahumado. Y despistando algún billete de la caja registradora. Siempre se empieza por poco, todos empiezan por poco para lo que no se llega y luego para un carpricho y luego para ahorrar, y luego por costumbre y luego para ver crecer la cuenta corriente, y de repente lo apartas de ti de un empujón con rastas junto al mar no woman no cryyyyyyy.

Te acercas a la barra. Otra cerveza de esas, ya sabes. Ya sabe y por eso se la pone en un instante, chica lista que es. Hará carrera. Paga y no se te escapa a ti que no quitas nunca ojo al dinero, es una costumbre, que no todo va a la caja. Las tinieblas de la discoteca esconden las manos, las tinieblas esconden. Cierra los ojos y se apaga la luz; y también el tiempo pero no la música chunchún. Pero la música que no para, cambia. Como la vida que es una sucesión de discos que no se detiene. Un Cardhu por favor, junto a ti, no muy cerca pero lo suficiente para que lo escuches y abras los ojos y mires y, claro, te mire. ¿Qué pasa hoy con el verde? Verde te pregunta enarcando las cejas inquisitivamente ¿tú también tomas whisky? Pues sí, yo ahora tomo whisky. Soy de costumbres sabes, cuando salgo del trabajo tomo whisky, del bueno claro, no matarratas; claro de ese no, ahora no, que antes sí, pero solo lo piensas, por no cortarle y porque tú ahora no. Tampoco le dices que cuando sales de la oficina, también muy tarde porque es lo que tiene su cargo, y el tuyo claro, tú te vas a casa y bebes agua del grifo. Y brindáis chinchín chunchún porque invita él. Un brindis con puños con gemelos que se asoman estratégicamente bajo la manga de la chaqueta. Informal pero arreglao con barba y pelo abundantes y bien esculpidos oh Fidias de la tijera y la navaja. Y hablando así cerca porque si no no se escucha y en qué trabajas y en dónde está la oficina y qué casualidad, si lo mismo nos hemos cruzado, si es que tu cara me suena y como eres tan pues no se me puede olvidar tu cara, tu cara y su cara muy cerca y tragos y palabras porque trabajáis muy cerca y es que es como si os conocierais de siempre después de veinte minutos hablando ¿verdad? Muy cerca. Ahora. Ayer jueves y mañana sábado. Ahora como una roca de trajes de chaqueta día tras día. ¿Bailas? Y bailas. In my place in my place. Coldplay pero no coldplay porque sientes calientes sus manos en tu cintura como si coge el volante de su todoterreno, porque a él le gusta todo a lo grande jaja jaja pone cara de emoticón y tus manos sobre sus hombros porque te sientes bien ahora, como hubieras soñado ser cuando todo el dinero no iba a la caja registradora, contando siempre contando aunque ahora de manera muy diferente porque hasta tienes contable ahora yeah, how long must you wait for it? Lo conseguiste. Yo lo conseguí. Presente de indicativo, come on and sing it out. Y huele tan bien y tan verde que hasta pones la cabeza en su hombro. Él también consigue. Yo lo consigo que hasta sientes que se hincha su pecho de conquistador satisfecho insuflado de orgullo. Yo más.  Yo no es igual a nosotros porque lo ves reflejado en las gafas de espejo que sobresalen del bolsillo de su chaqueta, lo ves en el reflejo del vaso de whisky que sujetas en la mano, y en la bola de cristales de discoteca que sobrevuela vuestras cabezas convirtiendo su yo y tu yo en un montón de yos en presente de indicativo y Coldplay come on and sing it out y lo apartas de un empujón y corres hacia el servicio, refugio inexpugnable, y apuras de un trago el vaso frente al espejo llorando whisky del bueno como una destilería sin freno con la luz plena y clara de los halógenos y el chunchún apagado tras la puerta mirando de frente y adelante buscando tras de ti a ese tú y solo te ves borrosa  la ves desleída más allá y a su espalda el váter y suena la cadena desaguando y a su espalda el váter allí detrás y de tus labios susurrando gotea como la gota que cuelga en equilibro del borde del grifo observas en el espejo tus labios como se mueven y cantan despacito silabeando sin música no- wo- man- no- cry.

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Tempus fugit

Domingo cinco de junio de dos mil dieciséis. Doce y tres minutos P.M.

Rebotas sobre el parabrisas del coche y con voltereta de títere de trapo acabas estampando la cabeza contra el borde de la acera. Tu cabeza gorda y hermosa como una sandía, sandía, sandía, mientras la miro espachurrada. La bicicleta aplastada bajo las ruedas de llantas doradas. Corre, te grité antes, mientras pensaba, no vuelvas.

Siempre ya llegó.

 

Domingo cinco de junio de dos mil dieciséis. Once cincuenta y cinco A.M.

Saliste del adosado en la bicicleta porque te había escondido las llaves del todoterreno.

Muchas horas pasamos mirando modelos por Internet y visitando concesionarios. Elegimos cada detalle como si estuviéramos eligiendo la habitación de un hijo. Y todo lo discutimos y todo lo acordamos. Hasta las llantas doradas. Concesionario, no confesionario, decías cada vez que entrábamos en uno con carcajadas de ganso. La gracia estaba en la cansina repetición y en que durante dos meses fue nuestra visita de los domingos por la mañana a la hora de misa. Mamá estuvo todo ese tiempo reprochándonoslo cuando llegábamos a comer. Pues hoy tampoco os he visto en la iglesia. Y papá: ¿Para qué queréis un todoterreno si solo has visto el campo en la tele? Y le contestaste sin que te hubiera preguntado a ti: Papá, desde unos tacones de quince centímetros y desde un todoterreno se ve la vida desde otra perspectiva pero desde la misma altura. Te sonreí con complicidad.

¡Corre cobarde!, te grité cuando te alejabas mientras sacaba las llaves de mi bolsillo y abría la puerta del coche para disfrutarlo yo sola, lejos de ti. Salí del garaje y giré a la izquierda cuando pensaba ir a la derecha. Comencé a perseguirte sin querer hacerlo.

 

Domingo cinco de junio de dos mil dieciséis. Once cuarenta y ocho A.M.

Abriste la caja fuerte y te metiste en el bolsillo todo el dinero que había. La dejaste abierta para que viera bien claro lo que te llevabas y lo que se quedaba. La puerta del dormitorio la cerraste con un trueno, tú que te pasaste los último meses diciéndome que no diera portazos. Y bajaste corriendo las escaleras hacia el garaje. Estas son para poner a prueba mi artritis y así no venga a veros, decía mamá. Papá siempre odió estas escaleras. Para que necesitáis dos plantas, ¿una para cada uno? Así acabó siendo, una para cada uno.

 

Domingo cinco de junio de dos mil dieciséis. Una y cinco A.M.

Te quitaste la alianza del dedo con rabia y me la tiraste a la cara. Justo en el ojo. Mi ojo que mira tus ojos verdes que tanto me gustaron desde el primer día. Como esmeraldas te susurraba cuando te acariciaba el pelo en el utilitario de mamá tras el polvo de sábado noche a la salida de la discoteca. Algún día tendremos un todoterreno, me decías mientras hacías esfuerzos ridículos para bajar tus pantalones y los míos.

 

Viernes cinco de junio de dos mil siete. Dos A.M. Más o menos.

Y mientras te corrías torpemente entre mis muslos, aquella primera vez, me dijiste con voz entrecortada, con tus pupilas verdes brillando intensamente, te querré siempre. Y yo a ti, te contesté, siempre, mientras acariciaba tu hermosa cabeza de sandía.

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Equilibrio natural

Pío pío pío. Cantan los pajarillos a la mañana. La montaña despierta a la luz y mira dominante al valle donde las chimeneas humeantes delatan el despertar de los excursionistas. En la calma del comienzo del día los animales se acercan al arroyo a beber. El rocío hace brillar los árboles anaranjados. El sol se va alzando sin pausa cruzado por algunas nubes que se retratan en movimiento sobre el suelo. Con la ligera calidez llegan las voces humanas que envuelven el sonido de los pájaros y de la brisa y, poco a poco, los aplastan. Los animales huyen. El grupo de coleópteros con mochilas, zigzaguean por la montaña. Ríen, cantan. Según ascienden ellos, descienden las nubes. Restos de comida y algún pañuelo distraído van marcando el rastro de su avance. Graznidos se interponen en el cotorreo de los humanos. Los pájaros se dispersan cada vez más oscuros. Los días otoñales son cambiantes en la montaña y a mediodía las nubes bajas se adensan. Los caminantes se van acercando al muro brumoso. Su cháchara es lo único que ya se escucha. Y esa bola gris ligera pero espesa los arropa, va disolviendo sus figuras, los acalla y los engulle sin compasión. Silencio. La montaña digiere encapotada.

La masa nubosa comienza a levantar y poco a poco va dejando atisbar al sol velado que comienza a descender. Vuelven los trinos, los animales regresan al turno vespertino en el arroyo. El sonido del viento se hace presente y mueve las ramas de los árboles. En el sendero hay una ristra de mochilas abandonadas. Cuando el sol cae, las sirenas de alarma suenan en el valle. Los alegres trinos de los pájaros les hacen eco.

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La espera

Al autobús no venía. Miré al reloj de pulsera. Las doce. Cincuenta minutos esperando. A mi izquierda se acumulaban en fila irregular una veintena de personas. Había examinado sus caras, sus ademanes, sus actitudes. Las había contado y recontado, imaginado el lugar de partida de su trayecto matinal y cuál podría ser su destino. El autobús seguía sin venir y les inventé una vida y su circunstancia a partir de la vestimenta. Hice un análisis psicológico por su calzado. Se los había intercambiado y estaba ya cambiándoles los vestidos como si fueran muñecas cuando un estrépito me sacó del juego y del aburrimiento. Provenía de enfrente, del primer piso. La persiana estaba cerrada como un muro. El día estaba nublado. Un miércoles a mediodía no era momento para estar durmiendo. El estrépito se repitió. Quizá no fue tan contundente pero fue más prolongado. No estaba a más de una docena de metros de aquella ventana. Giré la cabeza hacia el resto de la gente de la fila. Parecían haber retomado mi juego y la mitad se miraba los zapatos. La otra mitad el móvil; ensimismados. Un tercer sonido me hizo temblar, en realidad reverberar como eco del sonido. Miraba fijamente hacia la ventana. La persiana se levantó muy levemente. Se dibujaron láminas de claridad en sus intersticios. La luz eléctrica estaba encendida dentro. Alguien estaba allí. Alguien me observaba. El autobús se plantó entre nosotros. La fila se apretó y embutió dentro a la carrera. El autobús arrancó con la gente apretujada contra la puerta.

Al día siguiente volví. Y al siguiente y al siguiente y al siguiente y al siguiente. Supongo que a estas alturas ya me habrán despedido. A las doce la persiana cerrada se abre muy levemente. Hay luz en el interior. Alguien me está mirando. Detrás de la persiana.

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Haimi

Cuelga del ojo

una lágrima fría

con alma de alud.

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Lectores

La mujer de negro lee abstraída un libro ilustrado sentada al borde del mar. Una ola llega hasta sus pies y se los arrebata sin sentir llevándoselos hacia dentro del estómago infinito del océano. Otra devora sus piernas hasta los muslos. La siguiente diluye todo el tronco. Quedan sobre la arena unos brazos que sujetan un libro y una cabeza absorta en la lectura. Un golpe de espuma, como ácido sulfúrico, los disuelve.

Por la tarde un paseante cruza la playa orillando la propia orilla. Encuentra un libro sobre la arena abierto por la página ilustrada con una mujer de negro que lee. Se sienta sobre la arena y deja que las olas mezcan su propia lectura acariciándole los pies.

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De cara a la pared

Las sombras de las láminas de la persiana son como latigazos del sol en mi piel. El día es luminoso y otoñal afuera. En el dormitorio está nublado. La persiana es celosía mora. De cara a la pared. Acariciando el gotelé. Pequeños pezones de deseo por la noche. Los rozo con los míos. Ásperos. Sarpullido de ausencia durante el día. Busco su presencia por los rincones. Olisqueo. Acritud de fluidos. Pego el oído a la pared y escucho sus gemidos, incluso los míos. Tuyo, mío, nuestro. La luz exterior calienta mi piel por fuera y los recuerdos recientes por dentro. Preservativo lánguido en el suelo que exploro con el dedo gordo del pie. Sabor persistente de piel salada. O dulce. O picante. Enciende la luz. Luz, más luz con los ojos cerrados. Una noche. Otra noche. No voy a moverme de mi cuarto en toda el día. No me voy a vestir. No. Sí. De cara a la pared. Castigada con ausencia. Ven. Vuelve.

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C’est la vie

Tris tras, salta, salta y ya verás. El flautista requiebra con su música infantil a la voz que viene del mar; o quizá de más allá. La armonía se expande por todos lados, se hace aire, sustancia que se oye y se respira. El volumen sube suave  acorde con el lento despertar de la luz del día. La coral del amanecer atrae a sombras de personas aún veladas por la noche. Siluetas oscuras de chicos y chicas regresando de fiesta. Figuras de ancianos encorvadas y de dubitativo avance. Un niño al que se le adivinan las orejas del oso abrazado. Todos y más se dirigen hacia una estrecha pasarela de madera que transita sobre la desembocadura del río y llega al borde del mar. Tris tras avanzan saltando sobre una pierna como sobre un gran rayuela. Algunos lo hacen con salto reflexivo, firme, cayendo estables como flamencos. Otros dudan, aletean para equilibrarse como buitres en tierra. Otros solo juegan y avanzan sin saber tris tras. Al llegar a la mitad de la pasarela duelen los gemelos, las rodillas se resienten, los saltos engordan y se hacen más cortos. Alguien pierde el equilibrio y cae de la pasarela sin barandilla. Nadie se detiene, aunque el grito del caído trastabilla a los que vienen tras él. El final de la pasarela es difuso. La luz del día aún no marca límites. Al llegar al borde de la pasarela dan otro salto, el último, como si fuera uno más, y cada cual cae al mar a su manera. Los cantos amainan. El flautista disuelve su trino. Cuando el sol se despliega sobre el océano las olas mecen cientos de cadáveres dorados, salta salta y ya verás.

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Juegos

Ocho y media de la mañana. Martes. Cuando sale del portal la calle está vacía. Se queda clavado en la acera. No hay gente, no hay coches. Camina hacia la calzada y en medio de la carretera da una vuelta completa sobre sí mismo. Nadie. Nada. Silencio.

Se dirige a la parada del autobús. Espera mirando a un lado y a otro. Tras unos minutos de soledad que se le hacen muy largos decide ir andando al trabajo. La acera de la larga y recta calle es un horizonte infinito. Camina con un andar monótono, cada vez más deprisa, con la extraña sensación de no ir a parte alguna y sentirse acechado por ojos invisibles. Es como avanzar en el océano asfaltado. Todas las paradas del autobús están vacías. Se detiene ante un semáforo hasta que el paso esté franco. Decide obviar al muñeco rojo y cruza la calzada de tres carriles contando los pasos, con lentitud, esperando un claxon impaciente que no llega. Cuando alcanza el otro lado da media vuelta y vuelve a cruzar regodeándose. Lo hace a saltitos, como un niño feliz y travieso. Regresa como un adulto inquisitivo. Dónde están, por qué. Saca el móvil del bolsillo de la chaqueta en busca de información. Todavía está en pantalla el juego en línea al que está enganchado y con el que consumió las últimas horas de la noche. Un gran camión rojo articulado arde en el tablero de la ciudad ficticia hasta consumirse, vestigio de la última batalla a golpe de tecla. Consulta las noticias.  Nada de particular. Un día más en portada con sus desgracias, sus movimientos bursátiles y sus míseras batallas políticas. Todo es juego.

En el siguiente cruce dobla a la derecha y entra en la principal vía comercial. Está vacía. La calle más transitada de la ciudad a sus pies, literalmente. Clavado en la calle repara por primera vez en el gorjeo de los pájaros que se oyen claros como si estuviera en mitad del bosque. Tiembla. Echa a andar, cada vez más deprisa. Mira alrededor constantemente, a las ventanas, a los comercios, vigila las calles perpendiculares en cada cruce. Avista su pastelería preferida. Un escaparate de colores y sabores  ante el que para desde niño pegando la nariz al cristal. Su reflejo lo mira. Pelirrojo, pelo ingobernable, camiseta con mensaje, estudiado desaliño indumentario. Salta de una bandeja a otra disolviéndose en los sentidos. La sombra de un gran rostro humano se proyecta sobre su reflejo en el cristal del escaparate. Una respiración agitada se escucha como ráfagas de viento. Vuelve la cabeza sin reparar en nadie. Prosigue su camino hacia el objetivo de la oficina. Piensa con sonrisa amarga que ayer no hubiera imaginado que ese lugar hostil pudiera ser un refugio.

Un ruido fuerte, constante y lejano aparece y le tranquiliza en principio, al fin vida, pero un momento después le inquieta. Yergue las orejas como un conejo antes de echar a correr. El ruido desaparece poco a poco. Una manzana más adelante el sonido regresa y va creciendo con rapidez desde la nada hasta el estrépito. Un helicóptero se acerca entre los edificios. El ruido llena su cabeza. Un vendaval encabrita su pelo. En su actitud de conejo es lo suficientemente rápido para tirarse al suelo antes de que las balas tumben los cristales de los escaparates. La hélice produce una turbulencia que barre la calle. Las hojas de un periódico se enredan entre las aspas y cubren la cámara que lo apunta. Ciego, decide retirarse renqueando por el aire.

Se levanta, sacude su ropa con las manos, se peina con los dedos, recupera su situación mental y geográfica. Medio agachado retoma el camino a la carrera de modo intuitivo, dividiendo el camino en pequeños tramos utilizando los portales como parapeto. Cuando se aventura a la acera a descubierto unos disparos hacen saltar trozos de ladrillo de la pared. Recuerda esas imágenes de la televisión antes lejanas en Beirut, en Sarajevo, en Bengasi, en Alepo. Vigila las azoteas cercanas sin ver a nadie. Alcanza el cruce con la avenida más ancha de la ciudad. Cinco carriles para los vehículos y aceras de seis metros. Al fondo, un gran camión rojo articulado arde solitario.  El silencio ha regresado como un tirano. Ya no hay gorjeos ni silba el viento. La calma ensancha la distancia hasta la esquina opuesta. Parapetado tras una valla publicitaria duda acerca del momento de iniciar la carrera. Se decide. El conejo echa a correr tratando de alcanzar la acera contraria. Cuando se encuentra a medio camino observa que una furgoneta con los cristales tintados se acerca por su derecha a gran velocidad y va corrigiendo su trayectoria con la inequívoca intención de aplastarlo. Alcanza la acera y salta hacia delante dejándose rodar los últimos metros para salvaguardarse tras la esquina. La furgoneta sube a la acera para alcanzarlo y arrasa con un quiosco de la ONCE, obstáculo suficiente para entorpecerlo y que no logre alcanzarlo. Continúa a gran velocidad y se pierde hacia el final de la avenida. Solo le quedan dos portales para llegar a la oficina. Una ventana se abre enfrente. Ve el cañón del fusil que se asoma y comienza a ametrallarlo. Casi a  ciegas inicia la carrera con el conocimiento diario de que una cabina de teléfono y el quiosco de prensa, le servirán de protección intermedia. El tableteo del arma tiene su réplica inmediata muy cerca de él en el suelo y en las paredes. Corre conejo. Toma una mesa de una terraza y los últimos metros los agota con ella como escudo. La utiliza como ariete para entrar rompiendo la puerta de cristal.

No hay nadie en la oficina. Apoya la espalda en la pared y se deja caer lentamente hasta sentarse sobre el suelo mientras suspira profundamente. Saca el teléfono del bolsillo con la intención de pedir socorro. La pantalla se ha fracturado. Atravesado el cristal por la raja  en forma de rayo está el juego que le embelesa de forma adictiva. Un avatar pelirrojo, con pelo ingobernable, camiseta con mensaje y estudiado desaliño indumentario yace sentado en el suelo, a salvo. Game over.

 

 

Es hora de dormir. Un botón lo desconecta y lo pone en modo de espera. Mañana la alarma del móvil lo encenderá. Hay que trabajar.

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Selfie

Aquí estoy yo junto a la torre Eiffel. Y aquí en todo lo alto. Es genial París. Vimos todas las tiendas de los Campos Elíseos y acabé comprándole un bolso de imitación de Louis Vuitton a un mantero callejero africano a veinte metros de la tienda oficial. Me fui con él al escaparate de la tienda y le pregunté ¿tienes ese? Qué risa. Y esta es en la puerta del Louvre. No entramos porque hacía muy buen tiempo, ideal para ir al Mercado de las Pulgas. Luego compramos un queso en una fromagerie, sí, en esta en que se me ve junto al escaparate. Cuando volví a casa y lo saqué de la maleta, olían a emmental hasta las bragas. Una risa. Aquí estoy yo frente al castillo de Praga. Mamá me dice que se me está alargando el brazo de tanta foto con el móvil. Uy. Menos mal que esta no la ha visto mamá. En sujetador junto a la ventana del hotel con el Moldava al fondo. Se la envíe a Carlos para que rabiara por no haber venido y me echara de menos toda la semana. El me respondió con otra foto. Y la que estuve rabiando toda la semana fui yo. Probamos todas las cervezas checas y, cuando se nos acabaron, seguimos por las alemanas, belgas e irlandesas. Cuánto saben de cervezas los checos. Y qué divertidos. Yo que creía que eran más fríos que enero. Y aquí cuando Bonifác se tumbó sobre la mesa y Lara le puso el embudo en la boca y le vació la jarra entera. Estoy yo casi más colorada que él. Se ven en la foto gotas de cerveza en la pantalla. Qué risa. Esta es en el puente de Brooklyn poniendo un candado de enamorados, con Carlos. Arrasamos con las rebajas. Llevamos una maleta vacía y aún así no tuvimos suficiente. Compramos otra que encontramos superbarata y aprovechamos para ir a Bloomingdale’s a llenarla. Nos pasamos allí todo el día. Tanto subir y bajar acabamos haciendo risas con los vendedores. Aquí estoy yo con ellos en las escaleras mecánicas. Y aquí todos en el suelo despatarrados. Tan concentrados estábamos en la foto que, al llegar al piso de arriba, no nos dimos cuenta de que se acababan las escaleras y terminamos los cuatro por el suelo. En esta estoy yo con las Torres Gemelas al fondo. En el 2010. A Carlos se le ocurrió ponerlas con el Photoshop. ¿A que tiene gracia? Y esta es la mejor. En una playa caribeña en un complejo turístico de lujo. Tumbada en la hamaca en biquini, con el cocktail en la mano y con mis Ray-Ban. Parezco una chica Bond. El moreno es de rayos UVA, la hamaca es la del patio de la casa del pueblo de los padres de Carlos, el cocktail es sangría y las gafas son de imitación compradas en El Rastro; el fondo es del catálogo de una agencia de viajes. Carlos es un mago del Photoshop. Este año no hay vacaciones; estamos en paro. Con lo que me gusta conocer mundo. Pero he enseñado las fotos en el móvil en el bar del pueblo y han flipado. Pili estaba verde de envidia. Qué risa. Ella nunca se lo podrá permitir con tantos hijos y tanta oveja. Y esta en el mar con tiburones. Lo mejor de los viajes es ver las fotos con las amigas. Aquí estoy yo…

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Llámame

Lanzo a Berta un silbido de aviso. Se agita, se ruboriza levemente. El resto de los ocupantes del ascensor se llevan la mano al bolso o al bolsillo y, comprobado que no es su móvil, se miran de reojo para identificar con certeza la fuente del sonido. El hombre del traje gris marengo no queda tranquilo y vuelve a introducir la mano en el bolsillo para sacar el aparato. Tras mirarlo, afirma para sí mismo y a la vez para todo el resto con una torpe sonrisa: No, no es el mío, lo que produce una perturbación general. Varios no soportan la tensión y revisan la pantalla sin resultado. Unos sonríen tímidos, alguno se rasca la cabeza, otra suspira aliviada.

Llegamos al piso doce y Berta sale del ascensor. En cuanto se cierra la puerta hunde una mano en la cueva de su bolso y manotea nerviosa Un poco más a la derecha, más abajo, bajo la bolsa de cacahuetes. Me encuentra, me palpa, desliza sus dedos de manicura por mi fría piel. Y veo la luz del día. Observa el sobre de aviso en la pantalla y frunce el ceño. Me susurra el mensaje: “Restaurante Chic. Hoy a las 3. Cuarta mesa de la izquierda. Nos vemos.” Arruga más el entrecejo. Sin dejar de mirarme entra en la oficina.

Reunión departamental al inicio del día. Repaso de los resultados del semestre. El director desgrana números. Es parecida a la de la semana pasada. Los datos los ha calculado ella y ya los conoce. Comienza a pensar en el resto del día. Vuelve a leer el mensaje por debajo de la mesa. ¿Quién será? Tras el rapapolvo habitual, se da por concluida la reunión. Vamos a tomar un café, ¿vienes?, le preguntan. Voy en un momento, responde. Va a su mesa de trabajo. Busca en la agenda el número del teléfono emisor del mensaje. Después mira en el tarjetero revisando una a una las decenas de tarjetas de visita acumuladas durante años. Nada. Pensativa, distrae la mirada por la ventana escudriñando memoria y números con su mente contable. El sonido de unos nudillos contra la puerta de cristal la hace emerger en la oficina.

Toda la mañana la pasa con el jefe preparando el nuevo presupuesto. Al finalizar vuelve a la mesa con prisa y de inmediato lee de nuevo el mensaje. Lo piensa tres segundos apretándome entre la mano, no sé si como un abrazo o un estrangulamiento, y llama. Nadie responde. Son las tres menos diez. El restaurante está a dos manzanas de la oficina y la cita es a la hora de salida de los viernes. No puede ser una equivocación. Apaga el ordenador, coge la chaqueta, me mete en el bolso y sale.

Entra en el restaurante con la mirada como un arpón apuntando a la cuarta mesa de la izquierda. Da en el blanco. Hilario, Hipólito, Honorio, no: Horacio. Eso es. Ella lo piensa y yo registro el nombre en mi agenda. Mientras avanza hacia la mesa y él se levanta para recibirla, replica en su cabeza el encuentro de sábado noche hace dos semanas. Le pareció guapo, pero un poco soso. Se saludan efusivamente, alegres y sorprendidos. Nos ponen sobre la mesa, muy cerca, casi tocándonos. Hablan de lugares comunes mientras consultan la carta. Siento el bluetooth que nos conecta. Una leve vibración nos agita de emoción. Ellos detienen la charla por un instante y a la vez, mirando cada uno su aparato. Disimulamos en silencio. Estos teléfonos inteligentes tienen vida propia, comentan y sonríen. El maitre se acerca y toma nota. El diálogo pasa a los gustos gastronómicos. Nosotros coordinamos nuestra agenda en busca de restaurantes comunes para siguientes citas. Ella pregunta sobre cómo sabía que este era su restaurante preferido. Él dice que también se había preguntado cómo ella supo que tenía ganas de probarlo. Instante de confusión. Mi procesador actúa con agilidad. Toco el timbre, ella alarga la mano para cogerme y vuelca la botella. Horacio actúa con reflejos evitando que nos mojemos. Quedamos uno junto al otro, bien pegados, en el centro de la mesa. Ella alaba su rapidez, el macho se quita importancia con orgullo discreto. Sus manos se unen sobre nosotros y la sonrisa les conecta. Es su bluetooth arcaico. Amparados por la cueva de dedos cruzados, nuestras pantallas se iluminan al unísono.

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El color con que se mira

Un temblor en el párpado izquierdo incita a levantarlo. Cuesta. Ojos legañosos. La lámpara en el techo. ¿Está encendida? Hace un esfuerzo para abrir el ojo que se despega como un esparadrapo. Rojo. Luz de puticlub. Frunce el ceño. Es mi lámpara. ¿Y el rojo? Mueve el cuello hacia la izquierda. Para ver algo en esa posición tiene que abrir el ojo derecho. Entra luz por las rendijas de la persiana. Luz blanca. ¿Y el rojo? Cierra el ojo derecho. Abre el izquierdo. Rojo. Cierra. Abre el derecho. Blanco. Abre los dos mirando al techo. Rojo y blanco. Raro. Alterna la apertura y cierre y confirma el filtro de color solo en el lado izquierdo. El párpado sigue vibrando levemente.

Se levanta. Vaya. Con el pie izquierdo. Le ha despistado esta… cosa. Frente al espejo del baño. Se acerca al cristal. Se abre el ojo con los dedos. Iris normal. Cierra el derecho. El espejo tintado de colorado. Afeitado rápido. Tres minutos perdidos por esto. La milimetrada programación cotidiana se resiente. Algún pelillo del mentón queda indultado por la prisa. Hace arqueología entre las sábanas para encontrar la camiseta. El pantalón está planchado en la percha. Rápida revisión de bolsillos junto a la puerta de salida.

El bar está en la misma calle, junto a la parada del autobús. Agita con la cucharilla el café con leche. La espuma gira en la superficie. Cierra el ojo derecho. ¿Café de moras? Moja el rico bollo especialidad regional. Se mira en el espejo situado tras la barra. Ve reflejado el calendario del equipo de fútbol, gloria del país, enmarcado por la bufanda bermellón con el escudo del club. La fecha del próximo referéndum está rodeada con rotulador rojo. Las noticias matinales en la televisión. Tertulia política. Comentan el último acto del Gobernador. Su rostro es la imagen de fondo. Y el fondo de su imagen la bandera grana. Lleva corbata a juego.

El autobús se detiene en la parada. Sale corriendo mientras despega la mirada del televisor y deja tres euros sobre el mostrador.

En el trabajo, frente al ordenador, bizquea, guiña los ojos a la pantalla. Monocromía. Llama por teléfono para pedir cita al médico para la tarde. Pasa su jefa por delante de su mesa enfundada en una falda de tubo de color burdeos. Guau. Soy tu vasallo.

Come en el restaurante. Menú del día. Ensalada de pimientos y un filete sanguinoliento acompañados de un vaso de vino tinto. Hojea el periódico entre bocado y bocado. El Gobernador aparece retratado en portada con fondo desenfocado de banderas agitándose en el mitin de ayer. Marea roja, titula. Un cliente pasa junto a su mesa y golpea con el índice en la foto como si fuera un martillo. Vamos a ganar. Se queda con la boca abierta mirando a la cara del individuo. El trozo de carne centrifugado asoma entre los labios. El tipo hace una mueca de desagrado y enfila hacia la salida. Un indiferente, oye que dice mientras abre la puerta y se marcha.

La doctora explora sus ojos cara con cara con un instrumento óptico entre ellos. El hombre olisquea con discreción. Intenso aroma. Unos labios pintados de carmín asoman por debajo. Las uñas están coloreadas en el mismo tono. Su ojo izquierdo está bien, dice. El que aparece levemente irritado, es el derecho. Use en él este colirio dos veces al día.

Vuelve a casa andando por el largo paseo otoñal delimitado por arces. Las hojas están virando a rojo. Entre árbol y árbol postes con propaganda política compiten con ellos en cantidad y color.

Cierra el día acompañado por la radio, como siempre. Frente al espejo, la gota se agarra al extremo del tubo resistiéndose a zambullirse en su ojo. Finalmente salta y se expande en la pupila. Medio ciego y con los brazos extendidos como un Frankenstein, llega a la cama. Tumbado, parpadea como un lavaparabrisas hasta que el panorama se va despejando. Enciende la lámpara del techo. Parpadea primero con los dos ojos. Luego los alterna. Sí.  Ahora ve igual con ambos ojos. Esta noche sus sueños serán escarlatas.

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Lecciones de cocina

Qué placer escuchar el crepitar de la bolsa de plástico al ser abierta pellizcando sus laterales con los dedos índice y pulgar de cada mano, estirando suavemente, agonizando en el momento con ansiedad, dejando que el olor se escape en una columna que se abre como la copa de una palmera y se convierte en bocanada que expulsará el aire cargado de la habitación para que solo permanezcamos en el salón mis sentidos y ellas.

Una abeja se acerca a una flor. Queda suspendida sobre su apetitosa víctima que muestra gotas de rocío en la bandeja de sus pétalos. La abeja gira alrededor de la flor, alrededor del tallo, alrededor del gusto, alrededor del giro. Terminada la exploración la abeja no lo duda más y desciende sobre la gota globona posando sobre ella sus patitas. El frescor congelante y matinal del otoño convierten la superficie en grilletes que fijan la glotonería en el festín y, poco a poco, la abeja se hunde en ella, gélida y dulce, que cristaliza aceleradamente y convierte a la gota y al insecto en una dulce perla con sorpresa.

Pronto acuden sus compañeras de colmena atraídas por el meloso aroma de su compañera escarchada. Cada una busca su propia gota y, cuando la encuentra, deja caer una pizca de néctar que se mezcla con el rocío. La tentación se hace irresistible y sumergen la cabeza, derivando hacia el fondo en un naufragio deseado. Las antenas se endurecen, los ojos poligonales se transforman en cúbicos y cristalinos, las alas frágiles se vuelven sólidas, su abdomen es hielo volátil. Se hunden y pronto solo quedará el aguijón como bandera de lo que fueron.

Están listas para que una ágil mano las recolecte y las deposite en cestas que irán a parar a una fábrica, donde las envolverán con cuidado en papel dorado y las introducirán en bolsas de plástico de colores chillones.

Qué placer abrir el papel crujiente que las envuelve, cogerlas entre los dedos y mirarlas al trasluz; llevarlas a la boca y envolverlas en saliva tibia que produce el rumor del deshielo en las altas cumbres. Todo junto cae por la cascada de la garganta donde el estruendo y el calor reviven a las momias que llegan al estómago, comienzan a agitarse, a zumbar, a chocar nerviosas contra las paredes, a enfadarse atrapadas hasta picar a su contenedor digestivo. Me produce un cosquilleo interno a la vez que la mirada se torna vidriosa, los miembros se entumecen y las ideas se congelan.

Humano escarchado. Ingredientes: Un hombre goloso y crujiente, miel, rocío, y un poco de mala uva.

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La gamba meditabunda

Allí está otra vez. Todos los viernes como un clavo. ¿Por qué tiene que entrar siempre en mi restaurante? Con razón dicen que el hombre es animal de costumbres. Me da grima. Le sirvo el primer plato y me mira con los ojos asustados, como si estuviera apuntándole con un arma. Puede que cobremos un poco caro, pero no somos bandoleros. Intento reanimarlo con una sonrisa y parece que mis labios se vuelven de cartón, crujen y me sale una mueca irregular, intraducible. Cuando llega el segundo plato el susto se ha transformado en abatimiento y, caray, tampoco habrá sido tan mala nuestra pasta italiana, aunque la cocinera solo haga un mes que ha aprendido sus secretos que intercambió por todos los suyos con el cocinero de un buque congelador que llegó a puerto por la tarde y se marchó a la mañana siguiente. Pero ¿qué se puede esperar de un hombre que siempre pide gambas como segundo plato? Un gourmet que se precie siempre los tomaría como entrada. Cada uno en su lugar: Aquí la inventiva la pongo yo y el esfuerzo por poner buena cara los clientes, y con este hombre pasa todo lo contrario. Así no llego a la estrella Michelín. ¿Con qué rostro va a ir uno a un congreso culinario internacional poniendo gambas con mahonesa de segundo plato? Y eso que las gambas son inmejorables, recién pescadas. Las pones en el plato y parece que todavía están vivas, que lo miran a uno con cara de pena, como si conociesen su destino. Con los mismos ojos que este comensal. Debe ser por eso que se pasa un cuarto de hora mirándolas antes de hincarles el diente. Si esto no cambia acabaré cerrando y poniendo una hamburguesería que parece que produce más felicidad.

Cuanto más las miro más feas son. No parecen animales nacidos, sino fabricados. El cuerpo hecho de tubo plástico de las cocinas de gas, la cabeza es un sacacorchos. Esos ojos tienen la intensidad y la vida de la muerte. Más que ojos son agujeros que comunican el interior con el exterior como un pasillo de ventilación sin párpados censores; con entrada pero sin salida, ojos pequeños y negros de la ignorancia. Estos bigotes les dan una apariencia extravagante y marcial, como un general austrohúngaro. Me imponen respeto. ¿Y este remate de flecos que tienen aquí abajo?¿Serán modestas miríadas de patitas o quizás es que son crustáceos de pelo en pecho? Es un animal collage, incomprensible y diverso en sus partes y coherente y extraño en conjunto. ¿Cómo puede un ser vivo mirar de la misma forma cuando está vivo que cuando está bien cocido y muerto? O nunca ha vivido o todavía no ha fallecido. Si está viva un mínimo de sentido humanitario me impide devorarla y si siempre ha estado muerta sería un necrófilo, qué asco. Y sin embargo me gusta arrancarles la cabeza despacito, sintiendo en los dedos y oídos el crujido, que despierta mis glándulas salivares,  y chuparles la sesera, y absorber. Y pensar que Julia decía que eran las gambas quienes me absorbían el seso a mí, que con cada sorbo me dejaba en ellas un poco de mi razón. Lo que le molestaba es que no la perdiera por ella y que, al fin y al cabo, los únicos que perdieran su cabeza por mí fueran los crustáceos. Y es que hay mujeres como estos: frescas y congeladas, y Julia era de las segundas, incapaz de comprender las cosas que no estaban previamente empaquetadas, conservadas y preparadas para su consumo inmediato. Pobre Julia. Debe ser el único caso de alguien que se haya convertido exclusivamente en carnívora, en estos tiempos en que todo el mundo parece abominar de la carne. Y si yo no me metía con sus prejuicios alimenticios ¿por qué ella tenía tanta manía a mis cenas? A mí me gustan las gambas, a mi pesar. Me alegro de haberla perdido de vista. Esa irascibilidad suya ponía nerviosas a mis nutritivas invitadas y estropeaba su fina carne. Prefiero comer solo, lejos de conocidos, no distraerme con la conversación y olvidarme de todo lo que no que no sea lo que me espera en el plato. Se están perdiendo los verdaderos gourmets. La gente va a charlar a los restaurantes, a hacer negocios, a ver fútbol. Para eso ya están las cafeterías. No se dan cuenta que las discusiones en un verdadero banquete son como el ketchup para el solomillo. Menos mal que descubrí esta pequeña cueva culinaria lejos del centro de la ciudad, a salvo de conocidos, de comidas de trabajo. Aquí puedo comer concentrado o si me da la gana no comer, solo mirar sin que inmediatamente aparezca el maitre y me pregunte si algo no está al gusto del señor. Aquí no hay maitre y el dueño es poco dado a hablar. No le gusto. Me mira como si quisiera echarme a los tiburones, pero como soy su único cliente habitual, me soporta. A quien habría que tirar al mar es a su cocinera. No he comido peores espaguetis. Pero las gambas lo compensan. No las hay más frescas y hermosas en toda la ciudad. Las trae todos los días directamente del barco a aquí. Qué pena que tenga ínfulas de restaurante de moda cuando debería ser una taberna portuaria sin más ambiciones que dar bien de comer, con un ambiente decadente y canalla y especializada en gambas, solo gambas: al ajillo, a la plancha, con gabardina, cocidas, en cóctel, salteadas; aunque a mí no me gusta disfrazar su sabor. Yo quiero comerlas como un rito final en este silencio de cementerio. Comer con el placer vampírico de alimentarse con la vida de otro ser  de aspecto ácido y sabor naranja.

¿Por qué me mira tanto? He ido a topar con un pusilánime. Qué me hinque el diente de una vez y se deje de remilgos. Lo tengo asumido. Somos generaciones de gambas devoradas. El abuelo y la abuela cayeron en la misma red. Mi padre, que tenía la tensión alta, por lo que la sal le sentaba fatal, se lanzó a una repleta de sardinas para acabar con sus sufrimientos. Mi hermana mayor se dejó comer por un atún en plena campaña de su pesca para poder salir del mar y conocer mundo,  y yo permití que me pescaran por seguir la tradición familiar. Soy, sin duda, el mejor ejemplar de este plato. Me pescaron un día soleado y en calma. Fue un pequeño barco cochambroso, aburrido, con unos marineros a juego. Me descargaron en el puerto de esta ciudad sin olor a mar, me metieron en una caja y nos llevaron a la lonja donde nos vendieron sin ninguna contemplación, sin examinarnos, sin selección, teniendo que compartir caja con gambas sin tronío y algún boquerón despistado, expedidos como esclavos alimenticios hacia un mercado en el que nos exponían al público bajo una triste bombilla en un mostrador sin brillo, a mí, que merezco una urna en un museo. La ilusión de mi madre por los suelos, con lo que le hubiese gustado que fuese servida en un restaurante de cinco tenedores por un camarero de escuela francesa con pajarita, en una mesa con velas y flores, para ser deglutida por uno de los miembros de una pareja enamorada en una petición de mano; ser pelada por unas manos esculpidas por la manicura, con unas uñas pintadas de rojo brillante, en unos dedos de pianista, con parsimonia, sintiendo el crujido de la piel, y ser transportada con las yemas de los dedos de ella hacia la boca de él y morir entre dientes de oro. Y sin embargo me encuentro aquí; en una cueva portuaria con pretensiones de grandeza, con un olor mezcla de espaguetis y marisco, iluminada con quinqués con bombillas de luz anaranjada, con manteles de cuadros y sillas de diseño, con vajilla rústica y cristalería fina, con cocinera de pizzería de barrio y camarero de camisa hawaiana, con un dueño con cara de hambre y un comensal inapetetente. El paso por la cocina ha sido traumático. Me ha quedado olor a mozzarella. Debo parecer una gamba del Adriático. La muy bestia de la cocinera, más atenta a los espaguetis que a nosotras, nos ha amontonado en un plato de mala manera, en una promiscuidad deleznable. No se da cuenta de que somos seres vivos que necesitamos una atención adecuada, un poco de mimo para llegar a la mesa en su punto. Estoy empezando a irritarme con este mirón que debe creerse que está en un espectáculo de striptease y parece desconocer que yo no puedo desnudarme sola, que debe cogerme con sus dedos y desvestirme con tacto, besar mi cabeza y devorarme con ansia y con cuidado y, además, me pone delante la mayonesa, ¡y de bote! Esto es tortura psicológica. Ya no resisto más. Oye, tú.

En una larga vida dedicada a la hostelería he visto de todo. Levanté este pequeño negocio para permanecer lejos de las sorpresas y los disgustos y poder dedicarme al arte culinario sin distracciones, pero los caminos de la gastronomía son impredecibles. Aquel chalado que quería hipnotizar a las gambas se puso a hablar con el plato. Al principio creí que estaría bendiciendo la mesa, pero la perorata resultaba demasiado larga. Después pensé que estaba hablando con él mismo. Estaba muy claro que le faltaba un tornillo, así que no me extrañó demasiado, pero no.  La gesticulación, la mirada, su actitud, indicaban que tenía un interlocutor. Cesó la conversación de repente y me hizo gestos para que me acercara. Lo que me faltaba, que encima le pusiera pegas a las gambas. Cuando llegué hasta él y lo escuché, dudé entre sacarlo del local a patadas o ponerle el plato por sombrero, pero la sospecha de que si cedía a mis impulsos no cobraría la cuenta, hicieron que me contuviera y cediese a su petición. Apagué las luces, puse sobre la mesa un jarrón con flores y un candelabro, encendí las tres velas, le serví el mejor vino, busqué una chaqueta y me la puse. Logré convencerle de que a esas horas de la noche era imposible encontrar un lugar donde poder conseguir una pajarita y, por fin, se decidió a comer las gambas. Lo hizo con parsimonia, como si fuese la última cena de un gourmet, estirado como en una velada de la realeza, arrancándoles la cabeza limpiamente con una pequeña guillotina que sacó de su bolsillo, despojándoles de la piel en una sola pieza, con movimientos rápidos y precisos de sus dedos tentaculares, deglutiéndolas con suavidad, con el placer en los labios y el dolor en los ojos. Quedó una sola gamba en el centro del plato; hizo varias veces el ademán de decapitarla pero la volvió a depositar incólume en el plato. Me llamó de nuevo y me pidió una tartera con hielo. Introdujo en ella la gamba, pagó con una generosísima propina y se marchó. Quizás había quedado tan satisfecho que quería conservar un recuerdo. Pero no. Regresó al día siguiente con la tartera, la abrió y la gamba fresca y ufana me propuso un negocio. Hay que dar un giro radical a su actividad hostelera (sic. Así, de viva voz). Dijo que conocía personalmente al mejor marisco de la zona, y tenía una familia de excelentes procreadores que trabajarían para nosotros en exclusiva. Al principio pensé que el loco que la sostenía era ventrílocuo, pero acerqué la oreja a la gamba y me convencí sobre quién emitía esa vocecita. En estas circunstancias, ¿quién no se deja convencer por una gamba emprendedora? El crustáceo indultado sugirió el nuevo nombre del local: El templo de la gamba. Redecoramos el espacio con el resultado de un cruce entre restaurante de lujo e iglesia románica, con una aire misterioso y elegante proporcionado por una iluminación de velas y antorchas. Nos disfrazamos con smoking y hasta la gamba se puso pajarita. A ella la dejamos encargada de los suministros y la dirección de la cocina. A sus órdenes estaban nuestra cocinera junto a su ahora esposo, el marinero italiano que redondeó la oferta del local con una pasta napolitana de primera. El amante de las gambas se convirtió en mi socio y en vegetariano y ha resultado ser un excelente relaciones públicas. Ha atraído a una clientela muy espiritual que mira a los ojos de los bichos y se santigua antes de devorarlos. Con toda esta historia, este se ha convertido en un lugar de culto, con facturas generosas que a su vez atraen a una clientela sofisticada capaz de pagar una fortuna por un plato de alfalfa. Incluso un experto de prestigio internacional, dedicado a la meditación zen, que trabaja para la guía Michelín, nos concedió una estrella por la exquisita calidad de nuestro marisco y el peculiar ambiente que convierte las comidas en eucaristías.

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