Allí está otra vez. Todos los viernes como un clavo. ¿Por qué tiene que entrar siempre en mi restaurante? Con razón dicen que el hombre es animal de costumbres. Me da grima. Le sirvo el primer plato y me mira con los ojos asustados, como si estuviera apuntándole con un arma. Puede que cobremos un poco caro, pero no somos bandoleros. Intento reanimarlo con una sonrisa y parece que mis labios se vuelven de cartón, crujen y me sale una mueca irregular, intraducible. Cuando llega el segundo plato el susto se ha transformado en abatimiento y, caray, tampoco habrá sido tan mala nuestra pasta italiana, aunque la cocinera solo haga un mes que ha aprendido sus secretos que intercambió por todos los suyos con el cocinero de un buque congelador que llegó a puerto por la tarde y se marchó a la mañana siguiente. Pero ¿qué se puede esperar de un hombre que siempre pide gambas como segundo plato? Un gourmet que se precie siempre los tomaría como entrada. Cada uno en su lugar: Aquí la inventiva la pongo yo y el esfuerzo por poner buena cara los clientes, y con este hombre pasa todo lo contrario. Así no llego a la estrella Michelín. ¿Con qué rostro va a ir uno a un congreso culinario internacional poniendo gambas con mahonesa de segundo plato? Y eso que las gambas son inmejorables, recién pescadas. Las pones en el plato y parece que todavía están vivas, que lo miran a uno con cara de pena, como si conociesen su destino. Con los mismos ojos que este comensal. Debe ser por eso que se pasa un cuarto de hora mirándolas antes de hincarles el diente. Si esto no cambia acabaré cerrando y poniendo una hamburguesería que parece que produce más felicidad.
Cuanto más las miro más feas son. No parecen animales nacidos, sino fabricados. El cuerpo hecho de tubo plástico de las cocinas de gas, la cabeza es un sacacorchos. Esos ojos tienen la intensidad y la vida de la muerte. Más que ojos son agujeros que comunican el interior con el exterior como un pasillo de ventilación sin párpados censores; con entrada pero sin salida, ojos pequeños y negros de la ignorancia. Estos bigotes les dan una apariencia extravagante y marcial, como un general austrohúngaro. Me imponen respeto. ¿Y este remate de flecos que tienen aquí abajo?¿Serán modestas miríadas de patitas o quizás es que son crustáceos de pelo en pecho? Es un animal collage, incomprensible y diverso en sus partes y coherente y extraño en conjunto. ¿Cómo puede un ser vivo mirar de la misma forma cuando está vivo que cuando está bien cocido y muerto? O nunca ha vivido o todavía no ha fallecido. Si está viva un mínimo de sentido humanitario me impide devorarla y si siempre ha estado muerta sería un necrófilo, qué asco. Y sin embargo me gusta arrancarles la cabeza despacito, sintiendo en los dedos y oídos el crujido, que despierta mis glándulas salivares, y chuparles la sesera, y absorber. Y pensar que Julia decía que eran las gambas quienes me absorbían el seso a mí, que con cada sorbo me dejaba en ellas un poco de mi razón. Lo que le molestaba es que no la perdiera por ella y que, al fin y al cabo, los únicos que perdieran su cabeza por mí fueran los crustáceos. Y es que hay mujeres como estos: frescas y congeladas, y Julia era de las segundas, incapaz de comprender las cosas que no estaban previamente empaquetadas, conservadas y preparadas para su consumo inmediato. Pobre Julia. Debe ser el único caso de alguien que se haya convertido exclusivamente en carnívora, en estos tiempos en que todo el mundo parece abominar de la carne. Y si yo no me metía con sus prejuicios alimenticios ¿por qué ella tenía tanta manía a mis cenas? A mí me gustan las gambas, a mi pesar. Me alegro de haberla perdido de vista. Esa irascibilidad suya ponía nerviosas a mis nutritivas invitadas y estropeaba su fina carne. Prefiero comer solo, lejos de conocidos, no distraerme con la conversación y olvidarme de todo lo que no que no sea lo que me espera en el plato. Se están perdiendo los verdaderos gourmets. La gente va a charlar a los restaurantes, a hacer negocios, a ver fútbol. Para eso ya están las cafeterías. No se dan cuenta que las discusiones en un verdadero banquete son como el ketchup para el solomillo. Menos mal que descubrí esta pequeña cueva culinaria lejos del centro de la ciudad, a salvo de conocidos, de comidas de trabajo. Aquí puedo comer concentrado o si me da la gana no comer, solo mirar sin que inmediatamente aparezca el maitre y me pregunte si algo no está al gusto del señor. Aquí no hay maitre y el dueño es poco dado a hablar. No le gusto. Me mira como si quisiera echarme a los tiburones, pero como soy su único cliente habitual, me soporta. A quien habría que tirar al mar es a su cocinera. No he comido peores espaguetis. Pero las gambas lo compensan. No las hay más frescas y hermosas en toda la ciudad. Las trae todos los días directamente del barco a aquí. Qué pena que tenga ínfulas de restaurante de moda cuando debería ser una taberna portuaria sin más ambiciones que dar bien de comer, con un ambiente decadente y canalla y especializada en gambas, solo gambas: al ajillo, a la plancha, con gabardina, cocidas, en cóctel, salteadas; aunque a mí no me gusta disfrazar su sabor. Yo quiero comerlas como un rito final en este silencio de cementerio. Comer con el placer vampírico de alimentarse con la vida de otro ser de aspecto ácido y sabor naranja.
¿Por qué me mira tanto? He ido a topar con un pusilánime. Qué me hinque el diente de una vez y se deje de remilgos. Lo tengo asumido. Somos generaciones de gambas devoradas. El abuelo y la abuela cayeron en la misma red. Mi padre, que tenía la tensión alta, por lo que la sal le sentaba fatal, se lanzó a una repleta de sardinas para acabar con sus sufrimientos. Mi hermana mayor se dejó comer por un atún en plena campaña de su pesca para poder salir del mar y conocer mundo, y yo permití que me pescaran por seguir la tradición familiar. Soy, sin duda, el mejor ejemplar de este plato. Me pescaron un día soleado y en calma. Fue un pequeño barco cochambroso, aburrido, con unos marineros a juego. Me descargaron en el puerto de esta ciudad sin olor a mar, me metieron en una caja y nos llevaron a la lonja donde nos vendieron sin ninguna contemplación, sin examinarnos, sin selección, teniendo que compartir caja con gambas sin tronío y algún boquerón despistado, expedidos como esclavos alimenticios hacia un mercado en el que nos exponían al público bajo una triste bombilla en un mostrador sin brillo, a mí, que merezco una urna en un museo. La ilusión de mi madre por los suelos, con lo que le hubiese gustado que fuese servida en un restaurante de cinco tenedores por un camarero de escuela francesa con pajarita, en una mesa con velas y flores, para ser deglutida por uno de los miembros de una pareja enamorada en una petición de mano; ser pelada por unas manos esculpidas por la manicura, con unas uñas pintadas de rojo brillante, en unos dedos de pianista, con parsimonia, sintiendo el crujido de la piel, y ser transportada con las yemas de los dedos de ella hacia la boca de él y morir entre dientes de oro. Y sin embargo me encuentro aquí; en una cueva portuaria con pretensiones de grandeza, con un olor mezcla de espaguetis y marisco, iluminada con quinqués con bombillas de luz anaranjada, con manteles de cuadros y sillas de diseño, con vajilla rústica y cristalería fina, con cocinera de pizzería de barrio y camarero de camisa hawaiana, con un dueño con cara de hambre y un comensal inapetetente. El paso por la cocina ha sido traumático. Me ha quedado olor a mozzarella. Debo parecer una gamba del Adriático. La muy bestia de la cocinera, más atenta a los espaguetis que a nosotras, nos ha amontonado en un plato de mala manera, en una promiscuidad deleznable. No se da cuenta de que somos seres vivos que necesitamos una atención adecuada, un poco de mimo para llegar a la mesa en su punto. Estoy empezando a irritarme con este mirón que debe creerse que está en un espectáculo de striptease y parece desconocer que yo no puedo desnudarme sola, que debe cogerme con sus dedos y desvestirme con tacto, besar mi cabeza y devorarme con ansia y con cuidado y, además, me pone delante la mayonesa, ¡y de bote! Esto es tortura psicológica. Ya no resisto más. Oye, tú.
En una larga vida dedicada a la hostelería he visto de todo. Levanté este pequeño negocio para permanecer lejos de las sorpresas y los disgustos y poder dedicarme al arte culinario sin distracciones, pero los caminos de la gastronomía son impredecibles. Aquel chalado que quería hipnotizar a las gambas se puso a hablar con el plato. Al principio creí que estaría bendiciendo la mesa, pero la perorata resultaba demasiado larga. Después pensé que estaba hablando con él mismo. Estaba muy claro que le faltaba un tornillo, así que no me extrañó demasiado, pero no. La gesticulación, la mirada, su actitud, indicaban que tenía un interlocutor. Cesó la conversación de repente y me hizo gestos para que me acercara. Lo que me faltaba, que encima le pusiera pegas a las gambas. Cuando llegué hasta él y lo escuché, dudé entre sacarlo del local a patadas o ponerle el plato por sombrero, pero la sospecha de que si cedía a mis impulsos no cobraría la cuenta, hicieron que me contuviera y cediese a su petición. Apagué las luces, puse sobre la mesa un jarrón con flores y un candelabro, encendí las tres velas, le serví el mejor vino, busqué una chaqueta y me la puse. Logré convencerle de que a esas horas de la noche era imposible encontrar un lugar donde poder conseguir una pajarita y, por fin, se decidió a comer las gambas. Lo hizo con parsimonia, como si fuese la última cena de un gourmet, estirado como en una velada de la realeza, arrancándoles la cabeza limpiamente con una pequeña guillotina que sacó de su bolsillo, despojándoles de la piel en una sola pieza, con movimientos rápidos y precisos de sus dedos tentaculares, deglutiéndolas con suavidad, con el placer en los labios y el dolor en los ojos. Quedó una sola gamba en el centro del plato; hizo varias veces el ademán de decapitarla pero la volvió a depositar incólume en el plato. Me llamó de nuevo y me pidió una tartera con hielo. Introdujo en ella la gamba, pagó con una generosísima propina y se marchó. Quizás había quedado tan satisfecho que quería conservar un recuerdo. Pero no. Regresó al día siguiente con la tartera, la abrió y la gamba fresca y ufana me propuso un negocio. Hay que dar un giro radical a su actividad hostelera (sic. Así, de viva voz). Dijo que conocía personalmente al mejor marisco de la zona, y tenía una familia de excelentes procreadores que trabajarían para nosotros en exclusiva. Al principio pensé que el loco que la sostenía era ventrílocuo, pero acerqué la oreja a la gamba y me convencí sobre quién emitía esa vocecita. En estas circunstancias, ¿quién no se deja convencer por una gamba emprendedora? El crustáceo indultado sugirió el nuevo nombre del local: El templo de la gamba. Redecoramos el espacio con el resultado de un cruce entre restaurante de lujo e iglesia románica, con una aire misterioso y elegante proporcionado por una iluminación de velas y antorchas. Nos disfrazamos con smoking y hasta la gamba se puso pajarita. A ella la dejamos encargada de los suministros y la dirección de la cocina. A sus órdenes estaban nuestra cocinera junto a su ahora esposo, el marinero italiano que redondeó la oferta del local con una pasta napolitana de primera. El amante de las gambas se convirtió en mi socio y en vegetariano y ha resultado ser un excelente relaciones públicas. Ha atraído a una clientela muy espiritual que mira a los ojos de los bichos y se santigua antes de devorarlos. Con toda esta historia, este se ha convertido en un lugar de culto, con facturas generosas que a su vez atraen a una clientela sofisticada capaz de pagar una fortuna por un plato de alfalfa. Incluso un experto de prestigio internacional, dedicado a la meditación zen, que trabaja para la guía Michelín, nos concedió una estrella por la exquisita calidad de nuestro marisco y el peculiar ambiente que convierte las comidas en eucaristías.